En los asentamientos humanos a tres minutos del palacio municipal, Floridablanca muestra su cara “no dulce”
Seres humanos escarbando entre la basura y compitiendo con los chulos por un pedazo de comida; jovencitos y jovencitas vencidos por los alucinógenos y caminando como zombies por entre casas de tabla y senderos enmontados; ventas al por mayor y al detal de toda clase de estupefacientes; prostitución infantil y juvenil; atracos a la orden del día y de la noche; colchonetas, muebles, trozos de cobijas y rezagos de ropas entre matorrales; trayectos de carretera intransitables que obligan a todo tipo de automotor a detener la marcha; invasión del espacio público con montones de reciclaje, vehículos y cachivaches; casas en el aire que anuncian una tragedia; aguas negras que vierten directamente a la quebrada Suratoque; disposición inadecuada de residuos sólidos; niños y niñas inocentes y sonrientes sin entender aún su realidad; gentes, en su gran mayoría honorables, que luchan a diario por sobrevivir entre la pobreza extrema. Un sector no apto para la vida del ser humano.
No es propiamente la descripción de un paisaje de un país africano, agobiado por la miseria; ni tampoco el mundo zombie que actualmente padecen Filadelfia y otras ciudades de Estados Unidos, como consecuencia del consumo del fentanilo. No… se trata de la cruda realidad que viven unas 10 mil personas (adultos mayores, adultos, jóvenes y niños) que habitan los asentamientos humanos El Páramo, Asohelechales, Asomiflor, Suratoque y Villa Esperanza, localizados en un trayecto aproximado de 700 metros entre los barrios Bucarica y El Carmen, sobre la Transversal Oriental.
A tan solo tres minutos del palacio municipal, visitantes y residentes pueden apreciar esta otra cara de la segunda ciudad más importante del Departamento de Santander, la ciudad educada de Colombia, la ciudad con dos de los mejores hospitales y clínicas de Colombia y Latinoamérica, la denominada ciudad dulce, la ciudad del parapente, la ciudad de los centros comerciales… pero, también “la ciudad que se la tragó la corrupción” (Vanguardia, edición mayo 2 de 2012).
La convivencia con la basura
El mal manejo de los residuos originados en las casas y el escaso comercio de esta área genera un impacto ambiental negativo y un paisaje estético pésimo, por culpa de la indisciplina de los residentes, zorreros y recicladores; pero, también por la mala prestación del servicio público de los operadores encargados de la recolección.
En su afán por vender y ganar el sustento diario, los vendedores emplean los andenes para colocar sus mesas y vitrinas en donde exhiben sus alimentos, justo donde estacionan recipientes llenos de reciclaje y zorras cargadas de basuras. Además de los pésimos olores emanadas por la quebrada Suratoque, convertida en una cloaca putrefacta.
En improvisados y pequeños cuartos, elaborados con ladrillo, niños, jóvenes y adultos se confunden con los residuos, seleccionando el reciclaje. A medio vestir y descalzos, estos seres humanos escarban las basuras con sus manos y pies para extraer los elementos que acumulan y después venden. A esto se le llama exclusión social. Por lo menos, el gobierno local y los operadores deberían censarlos, capacitarlos y vincularlos a asociaciones de recicladores formales, en donde gocen de seguridad social y demás garantías de ley.
Desplazados y falsas promesas
Esta problemática de invasión de terrenos surgió con el advenimiento del siglo XXI, como consecuencia del desplazamiento forzado y demás formas de violencia guerrillera y paramilitar que azotó regiones cercanas al área metropolitana. En el 2008, 750 familias ya se habían asentado en ese sector y mil familias, en el 2012, según comentó a los medios de comunicación en el 2014, Luz Stella Cadena, técnica del área de gestión urbana del Banco Inmobiliario de Floridablanca. Hoy, esa cifra se duplicó, con las complicaciones para esas personas que deben sobrevivir sin servicios públicos.
Como autómatas, alcaldes, concejales, diputados, congresistas, directores del área metropolitana y gobernadores vienen prometiendo ayudas reales para estas comunidades, pero, todo se ha quedado en paliativos y en rezos para que no ocurran tragedias en esos asentamientos.
Recordemos lo que dijo a Vanguardia, el 24 de septiembre de 2014, la entonces directora del área metropolitana de Bucaramanga, Consuelo Ordóñez: “Sobre la problemática de la erosión, ya se están haciendo los diseños para construir pantallas o muros de contención en esa zona. Ese es un tema que se evaluó ayer (el lunes pasado) en comité de dirección”.
Ni muros ni pantallas ancladas. Todas las promesas se las ha llevado el viento. Como también la de construir un complejo de apartamentos con subsidios de vivienda, para entregar a las familias invasoras.
La única ayuda real la reciben 70 niños, a quienes una iglesia les suministra diariamente el desayuno. “De resto, sólo esperan que se caiga una casa para traer unos mercados y listo, al otro día se olvidan, que existimos”, atinó a decir una señora con 19 años de permanencia en el lugar, hasta donde llegó del sur de Bolívar, huyendo de la confrontación armada.
Pese a las vicisitudes, una buena cantidad de niños y jóvenes asisten a las escuelas y colegios, los hombres se la rebuscan con el reciclaje, proliferan las tiendas, guaraperías y madres solteras, las mamás intentan mantener ordenadas sus modestas casas… la gente aún sonríe, saluda con decencia y se traza objetivos de vida. Son seres humanos como los de cualquier estrato social… sólo requieren la solidaridad ciudadana y el compromiso de los gobiernos. Es cuestión de humanidad.
Todo esto ocurre ante la mirada y el vaivén de caracolíes centenarios, que sin contemplación baten sus ramas intentando prolongar la vida de las comunidades residentes en esos asentamientos humanos.
Como diría el escritor estadounidense Anthony T. Hincks: “Los árboles alcanzaron el cielo mucho antes de que el hombre llegara a este mundo”.